VALLEJÓPATAS : El Buen Sentido

Para los Vallejópatas el buen sentido es una especie de misiva que hiciera el poeta a su madre. Y un atajo para imaginar al vallejo migrante. 

Vallejo Migrante: adentrarse en la vida de una personalidad tan exaltada como Vallejo significa hurgar en su entorno familiar, que era el típico de una familia de clase media provinciana. Las primeras migraciones de Vallejo marcan su obra, parte de la cual está inspirada en el recuerdo de su madre. Este video poema de creación colectiva es un homenaje a la diáspora peruana, esa silente comunidad que cultiva la nostalgia con alegría. Y a Vallejo el icono más importante para los peruanos de París.

El Buen Sentido es una creación colectiva, con los artistas que forman parte de la valleopatía, in memoriam del músico puneño-limeño Alfredo Mamani.

el buen sentido

El Buen Sentido

Realización: Rubén D. Romero Prieto
Producción: Alice Fremont, Manuel Moreno
Declama: Hernán Prado
Performance: Ljublana Curich
Imágenes: Olivier Montiel -Xavier Morales -Rubén D.
Música: El Polen – Manuel Miranda

EL BUEN SENTIDO de César Vallejo

Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.

La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.

Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!

Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.

—Hijo, ¡cómo estás viejo!

Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!

Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:

—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.

La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos.