Xavier Giannoli encuentra a Balzac en un flashback de 2 siglos que nos recuerda tanto a nuestra desilusionada era
Las ilusiones perdidas
adaptación de la novela homónima de Balzac (Les illusions perdues). Como en su fuente informativa, la película ataca un tema todavía vigente: el oportunismo en las profesiones liberales. Fiel al espíritu de la obra literaria, Xavier Giannoli reproduce con severidad la mediocridad de sus protagonistas, sin escatimar recursos propios del género: suntuosos decorados, exuberantes trajes, iluminación naturalista. Lucien Chardon (Benjamin Voisin), poeta provinciano quiere ser publicado y llamado «de Rubempré» para acercarse definitivamente a la destronada nobleza. Personaje emblemático de su época, la Francia de la Restauración que se debate entre un royalismo tenaz y la transición definitiva a la democracia.
Una vez que deja atrás su vergonzoso pasado de trabajador en la imprenta familiar, Lucien elimina además el nombre plebeyo de su padre y se instala en París dispuesto a publicar su poesía y ganarse un lugar entre los nobles.
En ese ambiente ambiguo las mejores plumas se alquilan para decidir el futuro político; y artístico del país.
Es la era de predominancia de las Fake News, que ponen precio al elogio y el rechazo, tanto en teatros como en parlamentos. También es la puerta de entrada para Lucien, que por momentos aparece como el alter ego de un Balzac introvertido y honesto testigo de los acontecimientos.
Las ilusiones perdidas de la poesía
Desde el momento que descubre el periodismo subyace al encanto del poder y dinero que este representa: la poesía y el poeta claudican. A partir de entonces las ilusiones se pierden para siempre. El cinismo y el complot son descritos por Giannoli con eficacia; la complicidad familiar de una fauna retorcida e inescrupulosa no resiste comparaciones con nuestra época. Luego de una ascención explosiva, el poeta trasgrede las normas elementales de la fidelidad y se pierde en el abismo de excesos propios a su entorno. La derrota definitiva de Julien, no es la miseria y el rechazo general sino el anonimato definitivo al que lo condena la nobleza cuando lo sentencia para siempre a conservar la impronta del apellido paterno.